Manifiesto en favor de lo trascendental de la lectura para el desarrollo
Hernán Becerra Salazar
Director Ejecutivo de EDUCADIA
Por ejemplo, algo tan elemental como saber leer un recibo de luz implica localizar información específica: el monto por pagar, la fecha de plazo o vencimiento, los lugares de pago, entre otra información textual; interpretar datos: el gráfico de barras que resume nuestro consumo mes a mes, expresado en kilowatt (kW) y en nuevos soles por pagar -lo cual exige un usuario – lector competente y conocedor de sus derechos como consumidor-, analizar el costo de la unidad kW, la cantidad de kW consumidos, los costos administrativos, el impuesto general y comprobarlo en el pago final.
Si el usuario toma conciencia de que el pago es alto y decide reemplazar los focos incandescentes de filamento, de luz alógena y los dicroicos que tiene en las lámparas de la sala de su casa u oficina por focos ahorradores, como una manera práctica de reducir el consumo, ahorrar unos soles y disminuir el calentamiento global, está efectivamente usando la lectura como una herramienta poderosa para la transformación de una situación.
No obstante, a pesar de la decisión tomada, el usuario descubre en el recibo del siguiente mes que el consumo incluso se ha incrementado y, por ende, los costos a pagar. La decisión, entonces, es trascendental: o paga sin chistar o ejerce su derecho como consumidor. Obviamente, como usuario-lector competente y funcional opta por reclamar con la razón que le asiste; y para ello escribe una carta a la empresa proveedora del servicio con cargo y copia al organismo regulador, es decir, al Organismo Supervisor de la Inversión en Energía y Minería (Osinermin). He aquí la auténtica evidencia del ejercicio de la lectura: la escritura. Saber qué decir, para qué decirlo, a quién, cuándo y cómo decírselo es el ejercicio pleno de la ciudadanía a través del poder de la lectura y la escritura.
Otra situación que grafica la trascendencia de la lectura es imaginándonos a dos carpinteros. El primero, a quien llamaremos Juan, y el segundo, José, son de la misma comunidad de Ucayali. Ambos pasaron por los mismos once años de educación básica regular (no tuvieron acceso a la educación inicial), al término de esta no decidieron, sino siguieron la carpintería como herencia familiar. Juan hace puertas, marcos de ventana, sillas, bancos, mesas y repisas de madera, cuyo origen forestal es tan desconocido como el hombre que le provee el insumo a escondidas y sin recibos, como lo hacían con su abuelo y su padre hasta ahora. Usa preservantes químicos para madera, los cuales contienen formaldehido, cromo y arsénico; altamente cancerígenos y prohibidos en otros países, pero aceptados en el nuestro debido a la incompetencia lectora, la inconciencia ambiental y de salubridad de nuestras autoridades “competentes”, entre otras razones.
Luego del secado de la madera tratada, Juan lija por segunda vez, sacude el polvo con un guaipe y pasa una primera mano de pintura barata —pero bastante costosa, al fin, por sus consecuencias— que contiene plomo y cadmio en su composición. Realiza todo esto de modo rutinario, mecánico y sin ningún tipo de protección, como lo hacía su abuelo y su padre hasta ahora, quien últimamente tose con un sonido seco y cavernoso al igual que el abuelo que en paz descanse.
José, en cambio, descubrió el placer de la lectura desde muy pequeño, gracias a su abuela materna, quien le leía cuentos y le contaba historias fabulosas de lugares y personajes increíbles, atractivamente horrendos y también encantadores como tiernos, heredados de su rica tradición oral. Esto lo ayudó a sortear lo castrante de la escuela, y así pasó sus años descubriendo lo valioso de la lectura: una herramienta imprescindible, al igual que su garlopa, para seguir aprendiendo por cuenta propia —léase, aprendizaje autónomo. Mediante la lectura, descubrió que podía diseñar o hacer bocetos previos de sus productos, aplicar transformaciones innovadoras para darles valor agregado y funcional a sus muebles; y que, además, podía hacer libreros magníficos, hermosas consolas, roperos estupendos y maravillosas mamparas con solo seguir su inspiración, talento y las instrucciones paso a paso de los manuales que leía y comprendía, también y tan bien, desde su propia experticia. Al poco tiempo amplió su taller, adquirió maquinaria para mejorar los acabados, contrató más personal, a quienes implementó con mascarillas, guantes, uniformes y otros artefactos de seguridad e higiene laboral que aplicó siguiendo las recomendaciones de los protocolos para la prevención de riesgos. Comprendió, además, que existen preservantes orgánicos amigables con la salud y el medio ambiente, hechos con aceite de tara y esencia de eucalipto provenientes de Huancavelica.
Cierto día, José descubrió en unos folletos, y lo comprobó en sus pesquisas por Internet, que hay organizaciones certificadoras del origen, extracción y tratamiento de la madera, como el Consejo de Administración Forestal (FSC). Entonces, investigó, acopió información, leyó, hizo anotaciones, sacó conclusiones y decidió certificar la madera con la cual hacía los muebles. Después de unos años, su empresa fue reconocida internacionalmente debido a que los muebles que aún elabora y exporta no solo son para armarlos en casa acompañados de un texto instructivo, una historia o storytelling sorprendente sobre las etapas de su elaboración y un documento que certifica su origen, sino también porque los árboles con los que fabrica los muebles provienen de bosques protegidos y constantemente reforestados de la selva ucayalina, pertenecientes a comunidades nativas que participan en el proceso emprendido por José. Huelga decir que la lectura trascendió muchas vidas, porque generó la creación de empresa con responsabilidad social y ambiental.
En un último caso, no por ello menos importante, está la lectura literaria —como también pueden ser, y de hecho lo son, las situaciones anteriores—, la que nos permite imaginar, soñar y recrear esas vidas paralelas que, como bien diría Vargas Llosa, nos ayuda a sobrellevar las penurias de la vida real. Con esto me refiero al encuentro con la literatura, a la interacción mágica entre el lector y las novelas, cuentos y poemas, por citar algunos géneros. Es en ellos en los que revivimos, vivenciamos, expiamos, inmolamos y camuflamos nuestras vidas y sus miserias. Es en esa actuación paródica en la que nos vemos, como en un caleidoscopio infinito, ya sea para reír, llorar, amar, sentir, odiar o sufrir o todo a la vez. Este es el verdadero sentido y propósito de la literatura, más allá del canónico y aristotélico goce estético o de lo más terrenal de la cultura escolar: la lectura libre, abierta, recreativa y, a veces, placentera, que de cierto lo es, pero esto es solo la transición hacia la vida real maravillosa que suplimos y confundimos con la literatura; y que, al fin y al cabo, nos ayuda a leer, interpretar y criticar ese gran texto que es la realidad.
No obstante, es preocupante que aún en las aulas persista la enseñanza y el aprendizaje de la comprensión solo con el fin de responder correcta y unívocamente las preguntas de las evaluaciones, de reproducir mnemotécnicamente el formulismo de la pregunta y la respuesta automática; y no se asuman las prácticas de la lectura y escritura de la sociedad globalizada y desde sus localismos con sus ricos artefactos letrados como situaciones cotidianas en la escuela.
Es más, aflige que muchos de nuestros niños, niñas y adolescentes tengan aún serias dificultades para comprender lo que leen, y esta situación es mucho más dramática en la zona andina y amazónica de nuestro país, sobre todo porque esta situación terrible los reduce a un segundo orden de las cosas, los aplaza en su desarrollo humano y social, los imposibilita como ciudadanos emprendedores y transformadores y les niega la posibilidad de reinventar y recrear sus vidas.
Proclamemos e instalemos la lectura —y la escritura— como herramienta trascendental para el cambio, repliquemos las prácticas comunicativas de la sociedad y el hogar en la escuela, porque los aprendizajes que no se vinculan con lo cotidiano para el ejercicio pleno de los derechos y la ciudadanía, que no promueven el buen vivir ni garantizan el disfrute del bien común, que no favorecen la auténtica transformación, que no ayudan a resolver problemas, que no mejoran la calidad de vida, que tampoco favorecen la explotación de modo responsable y racional de todo lo que nos rodea con valor agregado y sin antropocentrismos, donde la naturaleza también tenga derechos asistidos, en términos de capital cultural, ambiental, forestal, turístico, pesquero, acuífero, minero, fáunico, gastronómico, imaginista, etc. de nuestro país, no sirven para nada.
Ya es hora de intensificar el cambio en el mediano y largo plazo.
New Orleans, 20 de abril de 2014